En
la vida de un poeta, los estados profundos permanecen, para los
demás, como momentos extraños, desconocidos, en los que aquel
parece “raro”.
Raro,
entre los raros de hoy, me siento totalmente perdido, casi harto, en
este instante.
Siempre
tuve claro el sentido de mi vida y mi labor. Y ahora, sin embargo, me
siento realmente cansado, aturdido, con un permanente dolor de
cabeza en el que nada tiene sentido, más allá de la misma
confusión.
¿Y
para qué me pregunto, para qué intentar hacer una obra si a mis
contemporáneos no les interesa –o rara vez- y la posteridad no me
interesa a mí?
No
es, realmente, que me haya curado del todo de la necesidad del poeta
(del artista), pero asumiendo que, pase lo que pase, después no vamos
a poder hacer ya nada por ello, es probable que nada de todo esto
tenga sentido. Lo que no sale no existe, lo que no se conoce ya no se
va a conocer, perdido entre tantas producciones de la época más
productiva…
Me
entra una pereza inmensa al contemplar el panorama editorial, la vida
del escritor (o del investigador y sus congresos). Así, muchos de
mis escritos avanzan con la pasión de aprender y crear y se paran y
abandonan con la presión de concluirse o de editarse.
La
influencia soterrada, la que calladamente llevamos sufriendo y haciendo desde el
principio, evidentemente se queda escasa y muchas veces peca de
inconsistencia.
Es
nuestro deseo el que dice que nosotros tenemos cierto peso en la
realidad de los demás y por ello nuestras ideas, nuestra obra, están
sirviendo o influyendo y siendo útiles a alguien. No hay nada seguro en lo que
no se ve. Y, ahora, ¿qué veo yo más que mi vacío, mi
inconsistencia, la poca importancia de la labor lírica en el tejido
social y el nulo sentido de la investigación fuera de la carrera de
egos, el desconocimiento y la incomprensión hacia el sentido social
de ser poeta de quienes dicen serlo, la egolatría del artista y el
poeta en general, etc., etc.
Llegados
a este punto, un dolor de manos puede ser una bendición: evita que
escribamos más, contribuyendo con ello a la confusión propia y
generalizada.
Entonces
huyen, ante mi vista atenta, diversas sendas cada vez más delicadas,
se alejan entre el polvo neblinoso de este abril (todas las aguas de
abril en su niebla de polvo).
Es
el camino el camino, es el camino sin fin el mismo fin.
Y
sobra todo este ruidoso desperdicio de metal con toda su inercia,
canción del desaliento y de la queja, tras el cristal, bajo el
portal, siempre refugio de lamento, su voz.
Más
importante es hablar, no ser, más sentir, ya no saber. Cada vez más
claro se aparece el fondo insondable de nuestra ignorancia. Y
maravillosamente nos dilata mojarnos en ese olvido, en aguas de ser
sin saber
Como
las flores del lilo, abiertas, sobre los restos verdes de la poda del
jardín.