I
El humo anula nuestra propia percepción
del amigo. Su nombre: Carlos, y sus versos,
los de la araña quieta siempre a nuestro lado.
Que vayan cayendo y que los vea nadie.
Y sin recuerdo alguno. Palabras de fiebre
sumergida, oculta flor para el agua
mustia, hasta el morir, sin huella,
como el lamento que recubre
los brazos del sentido.
II
Lo que se desplaza es la inversión del pensamiento.
Lo que vibra, hacia un afuera sin número, vibra
como sueño, condensa piedra y agua en uno;
mientras, el pozo se conciencia de sí, retoma
lo perdido; especulación sincera que lo cubre
de sus más íntimas miserias.
III
La infancia puede alargarse
hasta el infinito
que acaba en nosotros,
como imagen del juego.
Pero es su realidad
penosa y no compensa
la emoción. La pérdida
de un sentido que no hay;
como el infanticidio
cotidiano
de los hombres.
[Parte primera, “Jardín”]
C A N T O D E S O L
Al despuntar las primeras luces del alba,
el sol, abrazado a sí mismo por el frío,
tiene la intensidad de los gritos o la risa
de los pequeños hombres, niños, cuando nacen.
Se mueve con destreza, pero su calor
no llena plenamente este vacío ajeno,
de la noche.
Sus primeras palabras son contra la escarcha,
el hielo, contra la casualidad de astros
que atenaza su voz. Poco a poco, levanta
la mirada, calentando rostro y manos.
Los días de niebla, parece oculto y débil,
y sin embargo está su luz, para nosotros,
atravesando la bella red del agua
que asola la intención. Sólo entonces, sol
del nosotros, frente a su olvido consciente
y su albedrío azaroso de invierno.
Con el tiempo, si los días son propicios,
las nubes obscenas permiten que sintamos
su calor, con todos los sentidos del cuerpo.
Su voz es tan fuerte que nadie la acompaña.
Sólo la sombra nos permite hablar de él,
con él, con todos.
Su tranquilidad aparente es un volcán
que con el tiempo se oscurece. Como todo
lo vivo todo se muere. Ni siquiera él
está ausente del tiempo. Su tiempo es distinto,
y otro, como el de aquellos hombres y mujeres
que grabaron su voz, mueca insignificante
de una más larga historia.
El ocaso, en vez de hacernos triste la partida,
nos da sabor, todo es tranquilo, y su mirada,
tenue ya, resulta tan hermosa
como lo no mirado ni entrevisto.
La visión de su diario final,
debilidad en la grandeza,
devuelve al sol, su historia,
su sentido, al otro tiempo.
Y la imagen audaz de lo oscuro
que viene, es incapaz de desterrar
de nuestros ojos
las vueltas del color,
los tonos innombrables
que el sol, en su persona,
nos deja para ver
como tranquila
realidad
del sueño.
[s/n, "Canto de sol"]
Luna y sol y estrellas
corriendo por los últimos senderos de la noche, partidos, como espátulas huecas que se deshacen poco a poco, buscando, para no conformarse con lo visto, una nueva salida al siempre posible laberinto de los hechos.
La vida como una red que atrapa
y sustituye la única vocación de nadie.
[última parte, “El samovar hierve en la mesa de encina”]